Una profunda crisis vive el Ejército y Carabineros desde hace ya varios meses. Y es que cuando un escándalo parecía ser el más grave, a poco andar aparece otro de tan o más grueso calibre que, en vez de opacar al anterior, se suma como una metralla incontrolable de sucesos que no parece tener fin.
Se trata de un desfile de hechos que no solamente ha minado profundamente la confianza de la ciudadanía hacia estas instituciones sino que el descalabro ha socavado las relaciones con un Gobierno que, en apariencias les es afín y, para peor, ha levantado conspiraciones internas con soterrados sonidos de sables que tienen a los cuarteles en estado de alerta para cuidarse de los enemigos que están al interior de las propias filas.
Se ha instalado, entonces, una especie de guerra de guerrillas donde el fuego amigo es el más peligroso y donde se ha develado, nuevamente, lo insostenible que es una autonomía desregulada de las Fuerzas Armadas y de Orden dentro del marco de una democracia.
Y más allá de las ganancias políticas que puedan buscar de lado y lado -desde la oposición mostrando las debilidades del Gobierno y desde el oficialismo tomando medidas para revertir el escenario-, lo cierto es que esta crisis institucional es una oportunidad para mejorar nuestra democracia.
Sería de una candidez profunda pensar que se logrará avanzar en un cambio profundo en las instituciones armadas y de orden, pero, a lo menos, se pueden dar grandes pasos en materia de transparencia y subordinación a la autoridad civil, lo que permitiría recuperar, en algo, las confianzas perdidas.
Entre tanto, algunos uniformados se echarán cuerpo a tierra a la espera de no salir heridos en medio de las ráfagas de esta crisis.
Udo João Gonçalves Flores
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